Había un rincón en una calle de Madrid.
Las alturas de un número 9
y una calle con un mal nombre.
Aquella casa llena de magia donde encontramos dos extraños
sin coraza.
sin coraza.
Lo que tiene la memoria es que a veces transforma
los lugares, quizá sea eso.
Quizá sean las puertas que se abrían con unas ganas diferentes.
Quizá fuera ese suelo que pisábamos de forma inconsciente
sin pensar en las consecuencias
sin pensar en las consecuencias
agarrados con las uñas al presente.
Quizá las risas de aquella cocina
distan demasiado de las conversaciones frías
que mantenemos distanciados
mientras yo me apoyo en la lavadora
y desde tres metros tú solo me miras.
Quizá los muelles de aquella cama
hacían más ruido y por eso no escuchaba tu miedo
ni el crujir de tus heridas.
Sentía que entraba más aire por aquellas ventanas.
Echo de menos esos 20 segundos de ascensor que alimentaban
mis ganas.
Lo comparo con estas escaleras de ahora
que solo me cansan.
mis ganas.
Lo comparo con estas escaleras de ahora
que solo me cansan.
Quizá aquel suelo cálido me permitía andar descalza.
Aquella casa tenía magia,
o se la pusimos nosotros sin darnos cuenta
mientras nos quitábamos las telarañas.
Allí siguen viviendo los recuerdos
que merecían la pena
y todas las buenas intenciones
que nos ofrecimos como promesa.
Todo lo que vino después ya nunca tuvo la misma belleza
mientras nos quitábamos las telarañas.
Allí siguen viviendo los recuerdos
que merecían la pena
y todas las buenas intenciones
que nos ofrecimos como promesa.
Todo lo que vino después ya nunca tuvo la misma belleza
ni la misma ilusión, ni la misma fuerza.
Ya todo lo demás fueron intentos de arrancarnos a bocados la corteza.
De acercarnos sin rozarnos demasiado
de hacer de la piel una dura fortaleza.
Todo lo que vino después
ya nunca tuvo la misma belleza.
Ya todo lo demás fueron intentos de arrancarnos a bocados la corteza.
De acercarnos sin rozarnos demasiado
de hacer de la piel una dura fortaleza.
Todo lo que vino después
ya nunca tuvo la misma belleza.